Microrrelato que trata sobre el descubrimiento tardío de la identidad sexual, al encuentro de la esculpida belleza femenina.
Era sábado, un día invernal que le regaló una estupenda mañana de sol para su pequeña excursión. Nunca había estado en aquel parque, siempre limitado por las mismas zonas de la ciudad. Lo cierto fue que, cuando se adentró en él cargando con la pequeña bolsa que contenía agua, bocadillo y lectura para alargar la estancia, se alegró del buen rollo que reinaba entre jóvenes, turistas, amantes del yoga, maduras parejas, amigos tranquilos y algún, como era su caso, paseante solitario.
Fue adentrarse en aquellos jardines e ir descubriendo figuras esculpidas de femeninas esencias. Belleza en sí, la delicadeza de formas de aquellas mujeres pétreas le hacía preguntarse por su inaccesibilidad. Plantado ante una desnuda mujer rodeada de agua, observándola desde la distancia que le separaba de la hierba bien cuidada, se preguntaba si toda su vida en torno a la mujer no había carecido de aquella plenitud que, junto a ella, de una manera o de otra, en la comunión de sexo o en la del alma, hubiera existido si no hubiera despertado a una edad más temprana aquel adolescente deseo por el arte griego, por los artistas del Renacimiento y los filósofos que llevaron la luz a Atenas y, de allí, al mundo. Miró hacia el cielo, dibujó una sonrisa que le llevaba directo al Paraíso y descubrió, a una edad tardía, la identidad de su sexo. Diciéndose que aún quedaba trayecto por recorrer en esta vida que tanto se presta al juego de máscaras.