Microrrelato que trata sobre la visita inesperada de una significada pareja de escritores a un hotel con un particular recepcionista.
Sentado ante el público, así le gustaba pensar que estaba. Y algo de razón tenía cuando todos le miraban al pasar, saludándole a la entrada o despidiéndose a la salida. Es lo que tiene la recepción de un hotel. Había clientes asiduos, de aquellos que repetían por cuestiones de trabajo o por haber encontrado allí el lugar adecuado para las confidencias del amor escondido. Mejor aún conocía a los trabajadores fijos, que también fluían ante su vista, de un lado a otro, con una celeridad que guardaba las apariencias de una formalidad sobria y amable. Y estaba el punto que rompía la monotonía: aquellos visitantes espontáneos, inesperados, que ponían a prueba la agilidad de sus reflejos.
Accedió por la entrada principal un pequeño grupo de visitantes inesperados. Los caló enseguida y le sorprendió que no le hubieran notificado tan importante visita. Luego, llegó a la conclusión de que había sido por seguridad: no en vano, el núcleo de la comitiva lo constituían un matrimonio de escritores africanos perseguidos en su país y amenazados de muerte. Nuestro leído recepcionista sabía que ella había sido la más bella, la musa y la artista. Sabía también que él había sido huracán y ahora era sosiego, había sido copa, cigarrillo y café hasta rebosar en el exceso. Y sabía que, al igual que ella le había devuelto la serenidad, él le había dado a ella el aliciente de una vida inquieta en la que desarrollar esos sueños que habían permanecido tanto tiempo latentes. En las memorias de aquel anciano había leído que ella era una formal recepcionista de hotel cuando la conoció: una mujer discreta que le hizo una pregunta indiscreta. En las memorias de ella, leyó que él llegó para registrarse en el hotel con un aire de suficiencia y una aspereza sólo equiparables a su halo de escritor divino.
Nuestro recepcionista vio, por primera vez, su pulso temblar en años de profesión. Había recordado que tenía un reciente libro de poemas escrito para su marido por aquella artista en la mesilla de noche. Y sus ojos los veían ante él mientras sus oídos les escuchaban. No podía creerlo. Se mareó y, por un momento, creyó que iba perder el sentido. La mirada se le había vuelto difusa. Ellos delante, sin saber muy bien qué pasaba. Entonces, se armó un pequeño revuelo, similar al efecto que hubiera tenido una paloma colándose en el vestíbulo. Al leído recepcionista se le puso, de repente, el pelo de gallina cuando aquel anciano tocó cálidamente su brazo y ella le dirigió su atenta mirada negra. A través del tacto y de la vista, recuperó el gusto por vivir que parecía haber desaparecido en aquella leve sensación de asfixia, y, con un olfato propio de años plagados de días de oficio y noches de lectura, les saludó en ese idioma francés que compartían, recitando de manera espontánea los últimos versos que había leído la víspera en la obra de ella. Le sonrieron con ternura, halagados y reconfortados. Les entregó las llaves con pulso firme y, recuperando la formalidad sobria y amable propia del hotel, les dio la bienvenida, deseándoles una feliz estancia.
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