Relato: Una velada. Encuentro feliz.

En este relato el autor narra la magia del encuentro en una noche semiveraniega, navegando hacia los brazos de la mujer madura.

Tarde cálida, el mes de junio arranca anunciando el verano. En la espera inquieta, ante la cafetería que ha sido espacio de tan gratos encuentros, ve cómo se retrasa la llegada de una mujer nueva. Ella le anunció que se retrasaba a través de un mensaje en el móvil. Mata el tiempo nutriendo la vista con la juventud que se muestra con desparpajo festiva por la llegada del fin de semana. Se anuncian figuras, ve una que quizá, pero no. Mira el reloj del móvil y se hace a la idea de que el retraso en las citas es un clásico. Mira al fondo de la calle y la identifica al instante, con un vestido natural, sin maquillaje y con una bolsa. La francesa que se lanzó a ofrecerle un cara a cara tras una conversación en la distancia del teléfono se acerca con paso decidido y los pretextos que justifiquen el retraso en la punta de la lengua. Nada más verse, se hacen innecesarios. Pedro recibe un obsequio gastronómico, un detalle menor que revela dedicación y clase.

Los primeros pasos no tienen un rumbo fijo: la cafetería apura hacia su cierre, queriendo castigar la impuntualidad. Orientados hacia el lugar emblemático para el hombre maduro que ya bordea los cincuenta, el espacio que ilumina sus proyectos, la fuente que mantiene fresco el baño de sus sueños, intercambian impresiones y se toman el pulso.

Un café de media tarde se convierte en una cerveza que desvanezca inhibiciones leves. Cómodos y con ganas de charla, se lanzan a pedir una cena en el jardín que regala una mesa bien ubicada, encantados ante la amabilidad del camarero. Fluyen los platos y la conversación, y Juliette oscila entre su francés nativo, el inglés y el castellano. Siempre con la musicalidad de la tierra que la vio nacer. Van deshaciendo los nudos de sus almas y se ven crecer embebidos de la experiencia de vida que les regala el otro; ella le aconseja sobre el trabajo e incide en la atención que pone al vínculo materno, él se maravilla del vuelo de su inteligencia. Y siente que, quizá, caiga en brazos de una mujer madura.

La caballerosidad le lleva a ofrecerse a invitarla cuando llega el camarero anunciando que cierran: la velada como un suspiro de palabras que atinaron en la cura de la herida, el consejo certero y la revelación personal. Siente él de nuevo la clase irreverente de esta aparición en su vida cuando le rechaza la invitación e insiste en pagar a medias: reivindica la justicia feminista. Tú lo tuyo y yo lo mío.

Se deslizan por la noche barcelonesa, apurando el encuentro y arrancan al tiempo cinco minutos más caminando hacia el punto donde se bifurcarán sus vidas para volver a la rutina respectiva. Solo dos besos educados de despedida, la gentileza de un primer encuentro que ya no se apresura a soñar, sosegado. Y Pedro, feliz mientras espera el metro llegar ya en soledad, desenvuelve el obsequio gastronómico: un cruasán que se come como guinda a una noche de conexión íntima. Caer rendido en la cama solitaria para soñar una compañía plena en la aventura de una madurez que se quiere sabia.

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