Llegué al mundo con la muerte de Franco y la llegada de la transición a España. Mi madre dice que fui un bebé muy tranquilo, de esos que no dan trabajo. Luego, ya me fui convirtiendo en un trasto. Recuerdo con cariño los veranos de mi infancia en el pueblo gallego de mi padre o en las playas barcelonesas a las que nos llevaba mi querida abuela materna. Mi adolescencia fue muy introvertida, y conocí grandes amores en la primera juventud. La figura de mi padre quedó marcada en mi personalidad desde su temprana muerte, cuando yo contaba veinte años de edad. Desde entonces, mi madre ha sido un pilar en el que apoyarme.

En el primer año que cursé de Filología Hispánica, me encontré con que era el único chico en una clase formada por mujeres, que me acogieron con cariño. En aquellos años, hacía poco caso al programa de lecturas de las asignaturas para no obstaculizar la lectura libre, que me hizo profundizar en los clásicos rusos, y descubrir a Ovidio o Kenzaburo Oé.

Cuando me trasladé a vivir a Barcelona seguía con cierta introversión renqueante, procedente de la adolescencia. Y, sin embargo, enseguida me sentí especialmente cómodo en la ciudad. Lugar en el que he conocido amores, amistades, médicos estupendos y en el que he desarrollado buena parte de mi obra literaria.

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