Microrrelato: Azul. Una oda al cine.

Homenaje a la película Azul.

En este microrrelato el autor escribe una oda a la película Azul, que se reestrena con motivo de su treinta aniversario.

Viernes. El sol de un verano plácido se hace notar, incidiendo en su sello de identidad. La comida familiar ha sido agradable, ofreciendo un paso más en la manifestación del cariño reconciliado. Tantos años de desencuentro y distancia emocional. La tarde vacacional se presta a hacer piña en familia en torno al televisor. Viernes y la vida pide más. Salir a la calle, ver el ambiente y beber de él. Tontería o fenómeno informático, el móvil está ahí y Manel entretiene el pensamiento navegando en su pequeña pantalla. Aterriza en la cartelera de cine y descubre que, en un pequeño cine de referencia para él, proyectan una película que vio en su juventud a raíz del treinta aniversario de su estreno: Azul. Saca la entrada desde el móvil y se relaja un rato en el sofá mientras su madre ve un telefilme a través de una cadena pública de televisión.

Manel despierta repentinamente de un sueño turbador, abre bien los ojos y ve el altavoz inteligente a su lado, las persianas semibajadas, también percibe que el sol ha ido cediendo. Se ducha, se viste para la ocasión y coge el metro camino del cine donde se reencontrará con la musa de su juventud. En el centro de la ciudad, jóvenes vestidos con tops; ellas dejan que se transparente la aréola y el pezón a través de su ropa de noche. Aquella edad. Un batido en una cafetería de aquellas que hacen que te rasques el bolsillo y curiosear en el móvil hasta que ya ha matado el tiempo que quedaba para que dieran acceso al público a la proyección. Verano, Azul, Juliette: aquella juventud.

Cuatro gatos ilusionados en la sala y empieza la proyección. A Manel le cruje el estómago, que le dice que el batido no fue lo suficientemente consistente. El accidente en coche de la familia protagonista, que tanto recuerda a la familia propia; una actriz en estado de gracia, música oportuna y la fotografía le hacen gozar. Pero, sobre todo, piensa en el director, ese artista con mayúsculas que vivió la época del tabaquismo empedernido y se nos fue dejando tras de sí toda una huella de vida.

De cine: Las amistades peligrosas. La seducción del celuloide.

Reflexión en torno a la proyección en la vida de la seducción en el cine.

Reflexión donde el autor recuerda el aprendizaje sentimental a través del cine, la literatura y la vida.

El transcurso de los años provoca la mitificación del seductor cortesano, anclado en la memoria desde la juventud, momento en que el celuloide le deslumbraba a uno mostrándole formas de vida insospechadas a través de excelsas interpretaciones y una dirección inspirada. Los lances del amor y de la sensualidad le eran mostrados a uno, a través de la pantalla, transmitidos por la perspectiva, sabia y experimentada, de la madurez. El amor, la sensualidad y sus consecuencias cubrían todo su ciclo y uno lo interiorizaba, digiriéndolo lentamente, para luego soñar con proyectarlo transformado a su vida, que ya no era la de unos pícaros cortesanos del siglo XVIII como en la película, sino la de un chaval que iba dejando atrás una adolescencia atormentada para entrar en una juventud que le abría mil interrogantes vitales. Un chaval que acarició, besó y recibió reciprocidad en la sensualidad temprana. Sin embargo, la picaresca, quizá, no era más que un ansia por descubrir, y por plasmar los descubrimientos que le ofrecía a uno el celuloide. Una voluntad de libertad, que se contradecía con el platonismo de sus esquemas mentales heredados de la adolescencia.

Con los años, uno volvería a visitar esa película, titulada Las amistades peligrosas, en una reposición en salas de cine, con la sensación más madurada de que el amor romántico de quien fue adolescente duele y es frágil pese a la belleza de su poesía, y que se fortalece aderezado con una buena dosis de clasicismo. Así, la aurora de rosáceos dedos que le desarrollaría a uno otras formas de amor a través de la Odisea de Homero, el poeta ciego, en una juventud que, ya, se manifestaba muy dura. Luego, fue una historia de amor hacia la literatura que perdura hasta hoy, enriqueciéndole a uno en un constante crecimiento, vital más allá del papel siempre, que aún tiene por delante escribir sus mejores páginas: las del amor maduro y sereno, las del genio vital, las de la inspiración creativa sazonada de oficio.

De cine: Encuentro cinéfilo. Una tarde agradable.

Recuerdos de una tarde de cine

El presente texto trata sobre la grata sensación que deja al autor una tarde de cinefilia compartida.

Con la grata expectativa de ir al cine acompañado de un grupo con el que no has tenido trato personal pero, sin embargo, compartes el interés común por cierto tipo de manifestación cultural, te acercas a los cines en versión original, donde reponen a precio económico las mejores películas del año anterior. El barrio es bastante quinqui pero vas de día y, a la vuelta, es probable que hagas el camino acompañado.

La llegada a los cines invita a recordar a través de la palabra: hay allí una mujer con quien habías coincidido en alguna ocasión a propósito de iniciativas de terceros. A la memoria vuelve, a través de la conversación, la época de la pandemia e incluso el período anterior. Todo ello ya ha pasado y nos sumimos en comentarios sobre la torrencial lluvia que, tardía, ha llegado por fin.

Con el resto del grupo llegado ya y las presentaciones hechas, nos dirigimos expectantes a la sala donde se proyectará la película: un adolescente en busca de su libertad, rebelde, imaginativo y artista; su amigo desheredado para la oportunidad de prosperar por el color de su piel, que permanecerá anclado en su origen social y sometido a la telaraña que se va tejiendo alrededor de los desheredados… Un anciano sabio que sabe aconsejar a su nieto, nada menos que el protagonista chaval imaginativo y artista, logrará que este venza los obstáculos que se interponen entre él y el camino de sus sueños. La vida fluye en la película ofreciendo, a su conclusión, una bonita sensación de cine honesto, hecho con mucho oficio y original. Para contar una historia bastante clásica al final.

Los congregados salimos del cine comentando la jugada y ponemos el colofón con una pequeña tertulia en un bar cercano. Luego, de camino a casa, la lluvia vuelve a apremiar. Prisas y la sensación de haber pasado una tarde agradable.

De cine: El amigo de juventud y el séptimo arte. Asuntos de celuloide.

Recuerdos en torno al cine y la amistad de juventud.

Aquí trato de mis recuerdos sobre el cine, y del vínculo que ha tenido para mí el gusto con la amistad.

A vueltas con los recuerdos, la viva memoria de la experiencia valiosa, me fueron viniendo las ganas de volver a los gustos de juventud. Aquellas películas que una vez vi y me marcaron vienen a colación en el día de hoy. La belleza de los gustos conquistados en el terreno artístico, como en tantos otros, viene asociada a la gratitud hacia amistades que un día se crearon y, quizá, en un punto del camino inesperado se truncaron. Fue el caso mi deleite en el aprendizaje, a través del amigo de juventud, de privilegiados recovecos del cine a una edad temprana.

Gocé de Coppola o de Howard Hawks, dos grandes directores de épocas muy diferentes, y, sobre todo, fui creándome un sentido del gusto que, más adelante en mi vida, me ha servido como guía para encontrar nuevas identidades en el arte. Vi, por aquellos años de juventud, la película de Robert Altman Vidas Cruzadas, que me ha vuelto a deleitar cuando la he visto de nuevo últimamente. Es también el caso, esta vez en un descubrimiento de la edad adulta que no hubiera sido tal sin aquella guía de juventud, la película Two lovers, de James Gray, que en su momento me encandiló y he revisitado. Agradecido, pues, en primer lugar a la vida que nos da momentos de contacto humano perdurables en la consolidación de la personalidad, y, en segundo lugar, al séptimo arte.

Regreso a la juventud

Variar, a veces, supone un regreso a la juventud. A los recuerdos gratos, a la era dorada del romanticismo juvenil: cuando el referente era la edad madura, rodada, que lanzaba el ejemplo a la desorientada juventud, huracanada, llena de energía y asomando a las primeras certezas. Como aquella de que la belleza, en el arte, también se encontraba en las películas antiguas.

Ese regreso a la juventud me lo ha proporcionado, estos días veraniegos, un nuevo visionado de la película El tercer hombre. Hacía tiempo que no veía en la pantalla el rostro lleno de presencia de mi adorado Orson Welles. Porque, una vez, uno quiso ser director de cine. La he visto a trozos, no como antaño. Pero ha acabado cayendo entera, deleitándome hasta el punto de reafirmarme en que la pátina de antigüedad, si la obra está bien hecha, no hace que pierda un ápice de modernidad. Una película sobre la amistad y el amor. En ella, toman protagonismo los negocios turbios, personajes enigmáticos y policías tenaces. Son memorables las escenas, en esa Viena inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, de la primera aparición del turbio personaje de Welles, de los dos amigos reunidos en la noria o la persecución por las cloacas de la ciudad. Sin embargo, lo que en mi subjetivo visionado la vuelve a convertir en una obra maestra de primer orden, es ese final en que el enamorado escritor recibe el lento desaire amoroso de la Anna encarnada por Alida Valli y luego se enciende un cigarrillo. Sin duda, removió mis recuerdos hasta convencerme de que, en ese regreso a la juventud que me llegó con su visionado, había algo de fe perenne en el arte que dura, ya, desde que a tan tierna edad relativizara el oficio de escribir adorando al mediocre literato que protagoniza la película en la piel de Joseph Cotten, hasta la asentada madurez que vivo hoy.