Microrrelato: El círculo. Historia de una odisea.

Una historia de amor, amistad y reencuentros.

Un microrrelato sobre el viajero errante que, tras la odisea vital en busca de la libertad, la verdad y la felicidad, regresa al pueblo para reencontrarse con su juventud: sus amistades y el amor con el que se vuelve a ver cerrando el círculo de la vida pasada fundida, ahora, con el porvenir en un presente atemporal.

 

El río se erige imponente, caudaloso pero calmo. El viajero errante, estupefacto ante la naturaleza que invade su mirada. Su teléfono móvil ha agotado la batería, pero a él aún le quedan energías. Tal es la fuerza con que busca conquistar su destino. Bebe agua fría del río salubre para engañar al hambre, y retoma el paso. Árboles centenarios se alzan hasta un cielo de copas verdes, en las que intuye animales saltarán de rama en rama como ángeles de la esfera salvaje. Este virtuoso, anhelado por quienes una vez le comprendieron, vuelve en busca de sus seres queridos, jefes de antaño, para entregarles el cariño de un conocimiento claro adquirido a través de la odisea vital.

El bosque atrás, ya identifica en el horizonte el pueblo clásico donde creciera. Casas grandes, hospitalidad recobrada por una memoria que se ha despojado de la tela de araña de un laberinto hacia el humanismo, la libertad, verdad y felicidad. Un último episodio queda para cerrar el círculo de la vida plena: el hombre se reencuentra con su juventud, estrecha la mano de las amistades que quedaron atrás y, por fin, se funde en un clímax de felicidad con el amor a quien prometiera llenar de significación aquel estado alienado de vidas obnubiladas, al precio del tiempo de distancia: los años, la imposibilidad de la reproducción en una descendencia común. Pero el premio fue la creación de una luz renovada para un mundo mejor y el encuentro en forma de sentimiento excelso.

La palabra de cercanía de ella, la caricia, el lecho común y la convivencia por fin devolvieron la felicidad al héroe errante y el círculo se cerró en aquel mundo que ya era la vida pasada fundida con el porvenir en un presente atemporal.

El resto de mi masculino género

Salí de casa preguntándome qué me pasaba con el resto de mi masculino género: tantos años bebiendo del paraíso femenino y había olvidado la esencia de la amistad cómplice, a ratos gamberra, entre tíos. Pero así era. Al menos, me dije alzando la mirada, había nacido en mí la conciencia de ello.

Pasé junto a la farmacia de la esquina y recordé al farmacéutico, que siempre me dedicaba un cortés saludo. Cortés. Se diría que, a veces, hacía el amago de entrar al trapo y trabar conversación, por aquello de habernos visto tanto las caras por el barrio. Pero mi circunspección le hacía recular. O eso creía yo. Sin embargo, lo cierto era que, desde hacía un tiempo, obsequiaba con un comentario al cajero o al camarero de la cafetería habitual. Aquel día, había salido simplemente porque me faltaban unas gulas para la comida, lo que me llevó al supermercado más cercano. Al volver, me abordó un hombre de voz leve, tímida. Un hombre frágil a quien escuché con la ligera esperanza de ayudarle y el ligero escepticismo de quien cree que le van a pedir una limosna. Descubrí que aquel hombre andaba con una cojera y necesitaba que le ayudaran a llevar la basura al contenedor. Cogí sus bolsas y, haciendo el gesto de dirigirme a tirarlas, le dije que ya se podía ir. Pero, con particular tacto, me dijo que prefería esperarme por su dificultad para caminar. No pregunté más y tampoco me demoré en tirar la basura. Al acercarme a él, se apoyó en mi brazo y, al sobrepasar la farmacia cercana, miró hacia el interior. Pude ver cómo el cortés farmacéutico le guiñaba un ojo de complicidad. Transmitía la confianza de quien sabía lo que estaba pasando, de que la cosa iba bien. Me alegré de cambiar de capítulo respecto a él, pensando que antaño quizá no fui tan receptivo hacia el prójimo como en la situación que me ocupaba. Unos metros más allá y el renqueante hombre me dijo que vivía en aquel portal y se quedaba en el bar. Sabía yo que era un bar de mala fama donde la gente iba a perder la lucidez en el alcohol, pero también empezaba a darme cuenta de que cada cual es dueño de su propia vida y la personalidad es compleja. De modo que me despedí amable y él me agradeció la ayuda.

Al cabo de unos días de aquel cotidiano suceso, fui a comprar unos medicamentos. El farmacéutico sobrepasó la cortesía de siempre y pasó a una cierta calidez de quien ya empezaba a hacerse una composición de lugar del enigmático huraño. Acabamos por entablar una conversación sobre el cojo de días atrás, y yo pude empezar a entrar en anécdotas sobre el barrio mientras él las descubría sobre mí. Y es que, cuando se persevera, me decía la falta de verbo de sus ojos iluminados, se logran los frutos. Era la personificada sabiduría de la calle, donde empezaron mis respuestas sobre el resto de mi masculino género.

La luz al final del túnel

La luz al final del túnel… Sol, eso es lo que asociaba a este verano, como tantos otros veranos meridionales que he vivido. Y está luciendo con intensidad. Salgo a la calle, camino un trecho y ya estoy sudando la gota gorda. Pero es verano, me digo. Sigo caminando, procurando encontrar el resguardo de la sombra. Al cabo de un rato, me pregunto si habré hecho bien en alejarme tanto de casa, del metro y, en definitiva, de cualquier posibilidad de regresar que no sea caminando. Llego a un túnel y me interno en él con la intención de llegar al otro lado de la calle. Una vez dentro, descubro a una mujer tendida sobre un colchón desvencijado, sobre una sábana roñosa, que parece despertar de un sueño profundo. La miro con atención, convergen nuestras miradas. Ella permanece quieta, tan sólo el parpadeo de sus ojos que descubro a medida que me acerco.

Mi intención es atravesar el túnel lo antes posible. Cuando ya estoy muy cerca de ella, se lleva las manos a cabeza, como si no quisiera saber lo que sucede, y se tumba sobre el colchón. Mi atención, pese a que sigo caminando, no se aparta de ella. Hasta que entiendo qué pensamientos la torturaban hasta el punto de cegarse la mirada con las manos y esconderse del mundo: un hombre elegante, imponentemente fuerte y de trato agradable me pide con suma cortesía que le diga qué hora es. Ha perdido su móvil, está buscando la casa de una amiga y, ahora, se ve perdido en este túnel. Se siente desubicado. Empieza a sudar, se disculpa. Saco el móvil y miro la hora. Se la digo. Me acompaña un poco hacia la salida del túnel y yo me siento más seguro acompañado. En determinado momento, poco antes de que la luz del exterior invada la boca del túnel, queda un paso por detrás de mí. Me extraño. Lo miro de manera instintiva. Veo su gesto agresivo y me pongo en guardia, momento en que descubro una navaja en su mano derecha. Me debato entre plantarle cara, salir corriendo o colaborar. Le pregunto qué quiere y me dice que el móvil y la cartera. Se los doy. Vacía la cartera, quedándose con el dinero en efectivo. Coge el móvil y acerca la navaja a mi cuello, advirtiéndome de que no haga tonterías. Sudo y él empieza a sentirse relajado y animado: parece ver la luz al final del túnel cerca. Sin comerlo ni beberlo, me llevo un golpe en la cabeza que me deja inconsciente.

Luego, mientras me hacen las curas en el centro de salud, sabré que una persona inerme, vagabunda y torturada tuvo suficientes energías como para recogerme, tumbarme en su colchón desvencijado y salir del túnel, ese túnel que parecía su vida, para buscar ayuda. Sí, la vagabunda, la mujer que estaba tendida sobre su sábana roñosa, finalmente plantó cara al episodio vicioso que se repetía día tras día como una trampa para animales en el bosque que era ese lugar. Delató al ladrón, se le detuvo, recuperé mi estima y mi identidad fracturada por el impacto del susto y, ahora, la saludo cada vez que voy a comprar el cupón de lotería en el puesto donde la han ubicado, después de un proceso de reinserción, los de servicios sociales. Los dos hemos visto la luz al final del túnel.

Frágil disyuntiva entre el amor y el sueño

Frágil disyuntiva entre el amor y el sueño

Frágil disyuntiva entre el amor y el sueño. Cálida, cercana, ella acaricia mi piel cansada en su voluntad de transmitir luz y encender una pequeña llama en mi fuego interno. La noche cerrada, el alba, aún lejana, intimida como si estuviera presente mi necesidad de reposo. Mi vello se eriza, mi cuerpo se agita, me giro hacia el amor duradero, cultivándolo, fundiéndome en un fuego vivo. Y llegará el alba.