Microrrelato en que, a partir de la meditación provocada por la lectura de una novela, un hombre se ve trasladado del amor clásico a un deseo irracional.
Sumido en una profunda meditación en mi butaca a media tarde, en un pequeño receso en la lectura del extenso volumen que conforma la novela que me tiene absorto, evoco a través de mi imaginación la isla donde se ambienta la acción, el cabello corto que enmarca la tez blanca de un rostro con ojos achinados en su protagonista femenina, las medallas que cuelgan del asombroso héroe que, en el ruedo político, se atreve a ser el primero en enarbolar la bandera ante el pueblo enfebrecido y, en la acción de la intimidad, sabe ser un amante conocedor de la profundidad del significado de la palabra amor, que manifiesta en sus caricias a la mujer con quien recientemente se ha unido en matrimonio, en la forma de enlazarse con ella, dejarse llevar y atraerla, también a sus ritmos, fantasías e instintos más directos.
Y, consciente de aquel amor romántico que me hipnotizó durante la adolescencia, dejándome turbado, herido y sin conquista, me alegro de la consolidación en los vientos amorosos de mi alma de un aire marcadamente clásico: consistente, lúcido y ponderado, que sé aliñar con una adecuada dosis de instinto. Sereno y templado, salgo confiado al encuentro de esa mujer rubia de cabello largo y ojos almendrados que conozco desde tanto tiempo atrás. Una amiga de la que nunca he pretendido otra cosa que su afecto. Sin embargo, ese día algo cambia en mí y mi mente se abre a desearla, con un ardor cada vez más vivo a medida que me acerco a nuestro punto de encuentro. Es verla y notar en sus ojos que ha identificado ese deseo mío. Verla acercarse y lanzarse a mí desata mis más huracanadas pulsiones y, en un plis, pierdo todo ese raciocinio cultivado a través de la palabra de los clásicos para volcarme en el deseo más irracional, la consumación que palpita, se compromete y transmite sus esencias sin coste en pos de una felicidad compartida.