Microrrelato sobre el hombre maduro que, en una suerte de balance de la vida, ve cómo ha entrado ya en declive y le toca, ya, valorar la vida en su cuenta atrás.
Me dijeron hace poco que, a mis cincuenta años cumplidos, debía dejar de tomar alcoholes fuertes, aunque fuera ocasionalmente. Me dijeron que me convenía caminar una horita al día. Nada de machacarse en el gimnasio: paseos a ritmo moderado pero constante. Me impusieron la responsabilidad de seguir una dieta blanda.
Hace pocos años, me implantaron dos muelas a precio de oro. También tuve mi primer episodio oncológico. Era obeso y no me comía un colín, con mi timidez añadida. De repente, ha pasado el tiempo, he adelgazado por prescripción médica y me veo bien ante el espejo. Salvo cuando miro fijamente mis ojos y penetro en mi esencia declinante. He ganado la sabiduría que me daría confianza ante vidas más jóvenes, pero he perdido el vigor físico necesario.
De tal modo, salgo un día a la calle, como tantos otros, hipnotizado por la belleza de la juventud y el equilibrio de la madurez, buscando, al alzar la mirada, un cielo no contaminado, esperando un haz de luz revigorizante sobre mi rostro. Y me digo que la vida sigue en su cuenta atrás, como un reloj de arena al que ya hemos dado la vuelta para que su contenido empiece a caer. Generando un poso, el poso de la vida.