Microrrelato sobre los encantos, para la esencia femenina, de una buena consumición en literaria compañía.
Caminaba, gozosa su expresión, por las calles barcelonesas al ritmo de la música que lanzaban sus auriculares. De vez en cuando, alzaba el brazo y movía la mano al ritmo de la canción, canturreando. Llegó a la librería y se detuvo ante su entrada: tratando de divisar la figura de su amigo entre los potenciales lectores que había en el interior, se quitó los auriculares.
Entró con ímpetu, fue recorriendo la librería y, hacia el final, en la sección de filosofía, lo encontró. Se dieron dos besos, conversaron con una cierta agitación ante la novedad de la presencia esperada del otro y fueron recorriendo la librería de nuevo, con la calma de los observadores, comentando los libros que les llamaban la atención.
Se acercaba el momento que tanto había asociado ella durante la semana al nuevo encuentro con su compañero: subir a la cafetería de la cuca librería, sentarse y tomarse aquella consumición que, siete días antes, había sonrojado sus sentidos hasta permanecer en la memoria de su olfato, de su tacto, de su mirada y, sobre todo, de su gusto hasta aquel momento. Mientras conversaba animadamente, notaba que se le humedecía la boca, se ponía nerviosa, como una niña esperando sus regalos de Navidad. Sentados en una espaciosa mesa, rodeados de fotografías de célebres personajes de letras, llegó el cortés camarero. Cuando su mirada se fijó en ella, la bella mujer dijo con un hilo de voz que llenó la sala de sensualidad: un chocolate a la taza, por favor…