Reflexión: Un homenaje. En el día mundial de la poesía.

La inspiración

Mientras yo me he centrado en la narrativa, he conocido gente anónima que se ha lanzado a escribir poesía, sin más referentes que unos cuantos libros leídos y una vida a la que tomar el pulso. Mi homenaje a ellos.

Hace falta valentía para lanzarse a escribir poesía en tiempos en que, el mero hecho de escribir literatura, ya es un medio difícil para ganarse el pan. He conocido a gente, poetas sin una celebridad de la que vanagloriarse, que, sin una especial cultura, afinaron su sensibilidad para el verso con el transcurso de la vida. Yo escogí el camino de la narrativa, y rara vez he escrito un poema.

Sin embargo, recuerdo el hondo calado que dejó en mí la poesía espiritual de San Juan de la Cruz, en especial su Cántico espiritual o algún pasaje en que nos revela sus éxtasis. Juan Ramón Jiménez me reveló, con el Diario de un poeta reciencasado, que la poesía del siglo XX también tenía sus cumbres en el territorio español. He navegado por páginas de poetisas atormentadas o poetas malditos, pero no soy ni mucho menos un iniciado.

Quizá será eso, que una de las cuentas pendientes que tengo con la literatura es la poesía. A veces he añorado la posibilidad, el disponer del recurso para poder entremezclar poema y prosa en una misma historia y, sin duda, con el paso de los años se me va intensificando el deseo de leer a ciertos autores muy concretos, principalmente de ese siglo XX que tanto me atrae en el terreno de la literatura.

Mi homenaje a esas personas que mencionaba al principio: seres valientes y anónimos que se atrevieron a seguir su vocación en la intimidad de su escritorio, sin más referentes que unos cuantos libros leídos y una vida a la que tomar el pulso.

Microrrelato: El círculo. Historia de una odisea.

Una historia de amor, amistad y reencuentros.

Un microrrelato sobre el viajero errante que, tras la odisea vital en busca de la libertad, la verdad y la felicidad, regresa al pueblo para reencontrarse con su juventud: sus amistades y el amor con el que se vuelve a ver cerrando el círculo de la vida pasada fundida, ahora, con el porvenir en un presente atemporal.

 

El río se erige imponente, caudaloso pero calmo. El viajero errante, estupefacto ante la naturaleza que invade su mirada. Su teléfono móvil ha agotado la batería, pero a él aún le quedan energías. Tal es la fuerza con que busca conquistar su destino. Bebe agua fría del río salubre para engañar al hambre, y retoma el paso. Árboles centenarios se alzan hasta un cielo de copas verdes, en las que intuye animales saltarán de rama en rama como ángeles de la esfera salvaje. Este virtuoso, anhelado por quienes una vez le comprendieron, vuelve en busca de sus seres queridos, jefes de antaño, para entregarles el cariño de un conocimiento claro adquirido a través de la odisea vital.

El bosque atrás, ya identifica en el horizonte el pueblo clásico donde creciera. Casas grandes, hospitalidad recobrada por una memoria que se ha despojado de la tela de araña de un laberinto hacia el humanismo, la libertad, verdad y felicidad. Un último episodio queda para cerrar el círculo de la vida plena: el hombre se reencuentra con su juventud, estrecha la mano de las amistades que quedaron atrás y, por fin, se funde en un clímax de felicidad con el amor a quien prometiera llenar de significación aquel estado alienado de vidas obnubiladas, al precio del tiempo de distancia: los años, la imposibilidad de la reproducción en una descendencia común. Pero el premio fue la creación de una luz renovada para un mundo mejor y el encuentro en forma de sentimiento excelso.

La palabra de cercanía de ella, la caricia, el lecho común y la convivencia por fin devolvieron la felicidad al héroe errante y el círculo se cerró en aquel mundo que ya era la vida pasada fundida con el porvenir en un presente atemporal.

El resto de mi masculino género

Salí de casa preguntándome qué me pasaba con el resto de mi masculino género: tantos años bebiendo del paraíso femenino y había olvidado la esencia de la amistad cómplice, a ratos gamberra, entre tíos. Pero así era. Al menos, me dije alzando la mirada, había nacido en mí la conciencia de ello.

Pasé junto a la farmacia de la esquina y recordé al farmacéutico, que siempre me dedicaba un cortés saludo. Cortés. Se diría que, a veces, hacía el amago de entrar al trapo y trabar conversación, por aquello de habernos visto tanto las caras por el barrio. Pero mi circunspección le hacía recular. O eso creía yo. Sin embargo, lo cierto era que, desde hacía un tiempo, obsequiaba con un comentario al cajero o al camarero de la cafetería habitual. Aquel día, había salido simplemente porque me faltaban unas gulas para la comida, lo que me llevó al supermercado más cercano. Al volver, me abordó un hombre de voz leve, tímida. Un hombre frágil a quien escuché con la ligera esperanza de ayudarle y el ligero escepticismo de quien cree que le van a pedir una limosna. Descubrí que aquel hombre andaba con una cojera y necesitaba que le ayudaran a llevar la basura al contenedor. Cogí sus bolsas y, haciendo el gesto de dirigirme a tirarlas, le dije que ya se podía ir. Pero, con particular tacto, me dijo que prefería esperarme por su dificultad para caminar. No pregunté más y tampoco me demoré en tirar la basura. Al acercarme a él, se apoyó en mi brazo y, al sobrepasar la farmacia cercana, miró hacia el interior. Pude ver cómo el cortés farmacéutico le guiñaba un ojo de complicidad. Transmitía la confianza de quien sabía lo que estaba pasando, de que la cosa iba bien. Me alegré de cambiar de capítulo respecto a él, pensando que antaño quizá no fui tan receptivo hacia el prójimo como en la situación que me ocupaba. Unos metros más allá y el renqueante hombre me dijo que vivía en aquel portal y se quedaba en el bar. Sabía yo que era un bar de mala fama donde la gente iba a perder la lucidez en el alcohol, pero también empezaba a darme cuenta de que cada cual es dueño de su propia vida y la personalidad es compleja. De modo que me despedí amable y él me agradeció la ayuda.

Al cabo de unos días de aquel cotidiano suceso, fui a comprar unos medicamentos. El farmacéutico sobrepasó la cortesía de siempre y pasó a una cierta calidez de quien ya empezaba a hacerse una composición de lugar del enigmático huraño. Acabamos por entablar una conversación sobre el cojo de días atrás, y yo pude empezar a entrar en anécdotas sobre el barrio mientras él las descubría sobre mí. Y es que, cuando se persevera, me decía la falta de verbo de sus ojos iluminados, se logran los frutos. Era la personificada sabiduría de la calle, donde empezaron mis respuestas sobre el resto de mi masculino género.

Tentaciones

Tentaciones. La de un rostro bello en un cuerpo joven. La de una mirada que interpreta con sabiduría una vida dilatada sobre un cuerpo que no arrastra sus cicatrices, sino que las mueve en su caminar con elegancia. Tentaciones que son un despertar: un nuevo despertar al tú, al otro. En una voluntad de darse sin perderse, o quizá de perderse al darse. Con aquella voluntad de conservar el juicio que empieza a ser consciente de que, a veces, es preciso perderlo para darse a la vida. Quizá sea después cuando, calmados los mares, la vida cobre nuevo significado y el sentido regrese revitalizado a uno. Así que hay dejarse tentar y ofrecerse, a su vez, como tentación al otro. Tentaciones que llevan al amanecer del mestizaje en las emociones y las experiencias, al mestizaje de la carne. La transmisión de la intimidad de nuestro ser, entrega y recepción. Dar y recibir. Quién hubiera dicho que las tentaciones podían dar tales frutos.

Regreso a la juventud

Variar, a veces, supone un regreso a la juventud. A los recuerdos gratos, a la era dorada del romanticismo juvenil: cuando el referente era la edad madura, rodada, que lanzaba el ejemplo a la desorientada juventud, huracanada, llena de energía y asomando a las primeras certezas. Como aquella de que la belleza, en el arte, también se encontraba en las películas antiguas.

Ese regreso a la juventud me lo ha proporcionado, estos días veraniegos, un nuevo visionado de la película El tercer hombre. Hacía tiempo que no veía en la pantalla el rostro lleno de presencia de mi adorado Orson Welles. Porque, una vez, uno quiso ser director de cine. La he visto a trozos, no como antaño. Pero ha acabado cayendo entera, deleitándome hasta el punto de reafirmarme en que la pátina de antigüedad, si la obra está bien hecha, no hace que pierda un ápice de modernidad. Una película sobre la amistad y el amor. En ella, toman protagonismo los negocios turbios, personajes enigmáticos y policías tenaces. Son memorables las escenas, en esa Viena inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, de la primera aparición del turbio personaje de Welles, de los dos amigos reunidos en la noria o la persecución por las cloacas de la ciudad. Sin embargo, lo que en mi subjetivo visionado la vuelve a convertir en una obra maestra de primer orden, es ese final en que el enamorado escritor recibe el lento desaire amoroso de la Anna encarnada por Alida Valli y luego se enciende un cigarrillo. Sin duda, removió mis recuerdos hasta convencerme de que, en ese regreso a la juventud que me llegó con su visionado, había algo de fe perenne en el arte que dura, ya, desde que a tan tierna edad relativizara el oficio de escribir adorando al mediocre literato que protagoniza la película en la piel de Joseph Cotten, hasta la asentada madurez que vivo hoy.