Debo estar hablando con un ángel. Mis sueños emergen en forma de realidad: los afectos muestran su consistencia en la calidad de su pureza, quizá ayudados porque el filtro en la socialización está afinado con la edad; las ideas antaño más abstractas se han ido traduciendo en visiones reconocibles del paisaje exterior; el proyecto se ha convertido en obra fecunda. Y, entretanto, hubo un momento en que me empobrecí, otro en que envejecí y, experimentando la felicidad en forma de llamaradas esporádicas, como un arcoíris o un guiso excelso acompañado de comensales bienhumorados en un día significado, me doy cuenta de lo obcecado que he sido: que, hasta que no me he sentido seguro de lograr el propósito, lo he perseguido con fe ciega, nublado a otros goces de la vida hasta edad avanzada. Y ahora, cuando puedo empezar a cuadrarlo todo, veo el gusto en el afecto sencillo o el morbo de la sofisticación. Debo estar hablando con un ángel porque, por fin, dejo de hacer oídos sordos, despierto a la percepción de lo que siempre se me advirtió que iba a carecer y empiezo a beber de los frutos de la paradoja que surcó los años para darse a entender en mí.
Cuando leer es un placer
Cuando leer es un placer. Hace muchos años, descubrí al autor japonés Kenzaburo Oé gracias a la correspondencia que mantuvo a través de la prensa con el también escritor Mario Vargas Llosa. Por aquel entonces, este último, muy reconocido ya, no había obtenido aún el premio Nobel. Hoy en día figuran ambos en la lista de los literatos galardonados.
Es curioso que ambos han ejercido un hondo influjo en mi vocación: Vargas Llosa, por la posibilidad que tuve, cuando aún era un veinteañero, de ser testigo de una presentación suya, cosa que repetí unos años más tarde. Pero también por la mitología que de él se han ido creando las voces del entorno de este ciudadano vocacional que escribe. Uno tiene en tal consideración a esta clase de figuras que tarda en sentir llegado el momento idóneo para su lectura y, en mi caso, tan sólo he abordado, hace ya unos años, su obra Conversación en la catedral, además de algunos de sus inestimables ensayos literarios. En cuanto a Kenzaburo Oé, leí un par de obras suyas mientras estudiaba en la universidad, y me caló hondo Cartas a los años de nostalgia, novela que aún conservo.
Siguiendo el hilo de las lecturas breves y de letra generosa que invitan a leer con el fin de dar por satisfecha la lectura con celeridad, empecé a leer la novela corta de Kenzaburo Oé La presa, libro que, como viene siendo costumbre de un tiempo a esta parte, compré en el mercado de segunda mano a precio de ganga. Si bien el prólogo que precede a la obra anticipa, para mi gusto, demasiado el contenido de la misma, adentrándose en la lectura descubre uno que no hay voz como la del autor para transmitirnos la historia y no tarda en sumergirse el lector en la obra.
Un grupo de niños en una aldea de cazadores, un avión enemigo que se estrella en las proximidades y un único superviviente del mismo, un hombre negro al que se hace preso. Estos elementos dan lugar a la historia que nos lleva por las páginas de esta obra que transmite, vitalidad a raudales pero también una dosis inesperada de miedo. Y, todo ello, a través de la voz de un niño en quien somos testigos de algo tan universal y difícil de transmitir como es el cambio de la conciencia humana derivado del crecimiento. Cuando leer es un placer.
El trance del sueño
Uno entra en el trance del sueño, excitado por las expectativas que le ha generado un día pleno, quizá por la ilusionada reflexión que le ha provocado un repentino movimiento de maduración interior al caer en la cama. Se sumerge en lances que parece poco tienen que ver con la realidad que vive el ojo despierto, quejándose el cuerpo del calor de la noche veraniega o recogiéndose sobre sí mismo en el frío invernal. Pero, a veces, al despertar conserva uno el recuerdo de esos episodios y se siente encajado en la realidad, dotado de sentido por un sueño que ha unido las piezas del rompecabezas. Lo que no lográbamos incorporar en nuestra vigilia cotidiana ha sido digerido en el trance del sueño por la energía de un inconsciente lleno de sentido común, que ha asumido el timón dotándonos, con la directriz de la determinación de los instintos reconocidos, de rumbo.
La luz al final del túnel
La luz al final del túnel… Sol, eso es lo que asociaba a este verano, como tantos otros veranos meridionales que he vivido. Y está luciendo con intensidad. Salgo a la calle, camino un trecho y ya estoy sudando la gota gorda. Pero es verano, me digo. Sigo caminando, procurando encontrar el resguardo de la sombra. Al cabo de un rato, me pregunto si habré hecho bien en alejarme tanto de casa, del metro y, en definitiva, de cualquier posibilidad de regresar que no sea caminando. Llego a un túnel y me interno en él con la intención de llegar al otro lado de la calle. Una vez dentro, descubro a una mujer tendida sobre un colchón desvencijado, sobre una sábana roñosa, que parece despertar de un sueño profundo. La miro con atención, convergen nuestras miradas. Ella permanece quieta, tan sólo el parpadeo de sus ojos que descubro a medida que me acerco.
Mi intención es atravesar el túnel lo antes posible. Cuando ya estoy muy cerca de ella, se lleva las manos a cabeza, como si no quisiera saber lo que sucede, y se tumba sobre el colchón. Mi atención, pese a que sigo caminando, no se aparta de ella. Hasta que entiendo qué pensamientos la torturaban hasta el punto de cegarse la mirada con las manos y esconderse del mundo: un hombre elegante, imponentemente fuerte y de trato agradable me pide con suma cortesía que le diga qué hora es. Ha perdido su móvil, está buscando la casa de una amiga y, ahora, se ve perdido en este túnel. Se siente desubicado. Empieza a sudar, se disculpa. Saco el móvil y miro la hora. Se la digo. Me acompaña un poco hacia la salida del túnel y yo me siento más seguro acompañado. En determinado momento, poco antes de que la luz del exterior invada la boca del túnel, queda un paso por detrás de mí. Me extraño. Lo miro de manera instintiva. Veo su gesto agresivo y me pongo en guardia, momento en que descubro una navaja en su mano derecha. Me debato entre plantarle cara, salir corriendo o colaborar. Le pregunto qué quiere y me dice que el móvil y la cartera. Se los doy. Vacía la cartera, quedándose con el dinero en efectivo. Coge el móvil y acerca la navaja a mi cuello, advirtiéndome de que no haga tonterías. Sudo y él empieza a sentirse relajado y animado: parece ver la luz al final del túnel cerca. Sin comerlo ni beberlo, me llevo un golpe en la cabeza que me deja inconsciente.
Luego, mientras me hacen las curas en el centro de salud, sabré que una persona inerme, vagabunda y torturada tuvo suficientes energías como para recogerme, tumbarme en su colchón desvencijado y salir del túnel, ese túnel que parecía su vida, para buscar ayuda. Sí, la vagabunda, la mujer que estaba tendida sobre su sábana roñosa, finalmente plantó cara al episodio vicioso que se repetía día tras día como una trampa para animales en el bosque que era ese lugar. Delató al ladrón, se le detuvo, recuperé mi estima y mi identidad fracturada por el impacto del susto y, ahora, la saludo cada vez que voy a comprar el cupón de lotería en el puesto donde la han ubicado, después de un proceso de reinserción, los de servicios sociales. Los dos hemos visto la luz al final del túnel.
Pensamiento en suspenso
Silencio interior. El pensamiento en suspenso, saliendo del profundo descanso que supone una siesta en pleno mes de agosto. Relajación y vacaciones pandémicas. Sentarse al teclado, ver la pantalla en blanco y dejar que fluya de nuevo el pensamiento, la dialéctica interna y el ciclo de las palabras. De fondo, música ochentera. Deleitarse en la visión del día a través de la ventana: hoy el sol nos ha dado un descanso y dan ganas de salir a la calle, activar el cuerpo, mover las piernas, encontrar al prójimo. Más allá de todo silencio, plena actividad. Pero reconoces una melena y el pensamiento vuelve a quedar en suspenso. Es ella, la belleza que pone música a tu silencio interior. Tu pareja, tu compañera, tu amor. La fuente de la que manan las energías de tu día a día.