El orden caótico: Un amor para sobrevivir. Una carta.

Carta de amor a una actriz.

En este texto, el autor nos lanza una carta de amor a una actriz que conoció en su juventud y a la que, ya maduro, se dirige con un profundo agradecimiento.

Quizá te sorprenda recibir esta carta de un hombre del que no conservas ni el recuerdo más vago. Sé que has seguido una vida bastante feliz en lo sentimental. De eso se encargan de informar las revistas del corazón. Te preguntarás, entonces, ¿qué hace este hombre escribiéndome en ese tono de confidencia?

Una respuesta sencilla a esa pregunta tan natural es la confesión de mi amor. Te dirás que soy un perturbado, o un fan enfervorecido, o alguien con flaquezas afectivas. Sólo soy un hombre feliz. Feliz por haberte conocido. Te preguntarás ahora, extrañada, quién será ese hombre que dice haberte tratado. Fue hace tantos años que sólo te lo puede explicar la poesía de una buena memoria. Hubiera olvidado tus rasgos si no hubiera sido por el constante flujo de fotografías que te reflejaban en las revistas, por seguir tu carrera como actriz en películas en las que te hubiera sorprendido saberte parte, si hubieras podido echar la mirada hacia adelante cuando nos conocimos, por su calidad artística. Me gustaba embeberme de tu voz cercana y cariñosa en las escenas intimistas; de esa sonrisa contagiosa que sí te recuerdo, como una vaga imagen fantasmal que anima mi corazón cuando evoco la química que surgió, las promesas y secretos que compartimos aquella noche de verano en la escuela de teatro.

Yo venía muy sereno: se había quebrado mi sueño de estudiar cine en el extranjero pero lo había suplido con una creciente vocación literaria y una novia que constituía una guía, un asidero y una fuente de entregada madurez. Temprana madurez: ¡éramos tan jóvenes! ¡Todos! Parecía haber surgido una sombra de calma en mi torturada juventud. Una amiga de mi novia que estudiaba interpretación lo sugirió y fuimos todos a la fiesta que celebrabais en la escuela. La estación del año ayudaba a celebrar la felicidad del fin de curso y algunos, como tú, ya estabais haciendo vuestros pinitos como profesionales. Se te veía radiante: una película recién estrenada a escala nacional y, tanto público como crítica, daban la bienvenida a la actriz revelación.

Tu sonrisa. Sí, aquella sonrisa contagiosa. Quizá tu memoria encuentre la claridad entre las vaguedades que suele almacenar el transcurso del tiempo si te digo que, en cuanto nos presentaron, hicimos un aparte y empezamos a compartir nuestros gustos e ilusiones. Hablamos de Antonioni y de Rossellini, de mis lecturas de Cortázar y Hemingway. Me animaste con tu ilusión de niña pequeña a seguir el camino de escritor. Fue, quizá, media hora lo que compartimos, pero echó por los aires el concepto del amor que me había creado con mis primeras parejas y me dio alas para seguir viviendo.

Porque de eso se trataba: habías logrado, con tu vitalidad, que mi débil salud se escondiera por una noche. Pero era inevitable volver a casa y caer presa de las tinieblas del ánimo y de la mente. Por eso no me lancé a echarte el lazo. Tenías que seguir viviendo, avanzar en tu camino, y yo volver a mi tortura. Me llevó años recuperarme. Incluso en los peores momentos no perdí el camino de las musas. No soy un escritor de fama y poco importa. Sigo con el sueño y persevero, y siento que cada día lo hago mejor. Y, lo que de verdad importa, es que ya he sanado, tantos años después. No puedo evitar acordarme de ti y agradecer a la vida, y a ti que apareciste en el momento más oportuno, haber tenido las energías para sobrevivir. Desde aquí, un beso muy fuerte.

Relato: Evocarte. Una vida desde el cielo.

Relato que evoca el amor desde el más allá.

Relato en que, desde el espacio de la eternidad, se evoca al hombre amado y la vida que compartieron. Es la otra cara del relato precedente: Juan Ortiz. Una vida.

En esta eternidad en que he ido a instalarme, es el recuerdo de la vida lo que alimenta la chispa de mi existencia divina. Y, de mi vida, qué decir: mi vida fuiste tú, Juan, desde la primera mirada en aquel teatro intrascendente. Añoro, en este sinvivir, tus susurros al oído desvelándome el secreto de tu infancia: cómo, prematuro, empezaste a devorar libros en la Barcelona que te vio nacer mientras, cuando te reclamaban los demás, contestabas con una tímida voz entrecortada. Considerabas un mérito de tu temprana inquietud que te inscribieran en un colegio privado, y libraste, desde que empezaste aquella educación privilegiada, una dura batalla con los fantasmas de la religión.

Recuerdo una tarde lluviosa de mi querido París en que me soltaste, valiente, que venciste aquella lucha una tarde de otoño -qué bien recuerda la gente momentos puntuales que se convierten en hitos de su vida- en que saliste, con unas extrañas ganas de tomar el aire, a fumar un cigarrillo fuera de la facultad de Derecho y descubriste tu ateísmo. Fue entonces cuando, más confiado, pudiste empezar a abrirte a la mujer: un par de relaciones para una personalidad por lo demás curtida y, poco después de tu primera novela, venir a París para que surgiera entre nosotros esa magia que siento no ha desaparecido en la distancia. Esta ciudad te tomó como hijo adoptivo y, en ella, pasamos largos años de amor, de roces y rechazos, de confesión y de pasión. Y siempre llevaste, en tu mente y en tu corazón, a esa tu otra amante que es la tierra que te vio nacer, dando lugar a un raudal de palabras que conformaron tu prestigio como escritor.

Nos preguntábamos quién sería el que se adelantase en perder el hilo de la vida, el invitado de las parcas, y fui yo quien vio apagarse su corazón y cerrarse sus ojos en primer lugar. Unos ojos que se han abierto en este extraño espacio de trascendencia, donde la eternidad permite observar, con sosiego, las lágrimas en tu mirada envejecida mientras paseas por el Albaicín y la Alhambra, en una jubilación enamorada que me piensa. En una cuenta atrás para que nos reunamos en este hogar celestial.

Relato: Juan Ortiz. Una vida.

Relato que recorre la vida de un escritor.

En este relato, el autor la narra la vida de Juan Ortiz, un hombre de letras con profunda vocación.

Una fría mañana barcelonesa del invierno de 1931, en un hogar que apenas lograba calentar la estancia, venía al mundo el bebé menudo al que sus padres llamarían Juan, como el apóstol. Ocupaba un discreto tercer lugar en la línea de descendencia de aquel matrimonio bien avenido.

La temprana edad a la que empezó a inclinarse por una reservada vida de lectura, llevó a sus padres a otorgarle el privilegio que tan sólo había conocido el mayor de los hermanos: lo inscribieron en el colegio de los jesuitas de Sarrià, creyendo ya, por aquel entonces, que escucharía la llamada de la vida monástica.

En interna contradicción con la mística y confuso sobre su futuro, se matriculó en una carrera salvavidas: Derecho. Fue allí, entre libros de leyes y tenaces profesores que apostolaban sobre las virtudes del régimen, donde recibió la llamada de una vocación: mientras, por los vericuetos de la ley, tantos seguían el camino más recto hacia la vida acomodada y, algunos, hacían esfuerzos por encontrar las luces que dieran una salida al túnel de la dictadura, él se rebelaba en lo más profundo de su interior contra sus propios fantasmas: se refugiaba en la biblioteca y leía absorto literatura contemporánea, impregnándose de mundos nuevos que nunca hubiera imaginado y despertaban su conciencia hacia la creación de un mundo propio. Juan se aficionó a frecuentar tertulias literarias, hizo amistades que le dieron el aire vivo del ambiente bohemio y dieron un último empujón a su determinación: empezó a escribir. Una fresca tarde de otoño, tras hacer una pausa de sus lecturas y salir, en soledad, a estirar las piernas fuera de la facultad, descubrió su ateísmo mientras fumaba un cigarrillo y observaba embebido el crepúsculo.

Juan dejó la universidad tras publicar su primera novela, viajó a la ciudad de la luz y se enamoró de una melena morena, rizada, que ondeaba sobre una mente que fluía con la intensidad de unos tiempos convulsos. Desde entonces, la relación de Juan con su país fue de lejanía física y una intensa proximidad intelectual, desarrollando en su imaginario un mundo que fundía su presente parisino y su pasado español.

Cuando, todavía rizada pero ya canosa, falleció aquella melena que un día lo enamorara a la entrada del teatro, él decidió abandonar la narrativa. Poco después, se mudaría a Granada y dejaría que pasaran sus últimos días entre paseos por el barrio del Albaicín y la Alhambra, en una rutina que se asomaba al recuerdo con brillo en sus ojos acuosos. En su lápida se lee: “Juan Ortiz. Escritor. Barcelona 1931-Granada 2017”.

Microrrelato: En un pueblo francés. Recuerdos de una tragedia.

Breve narración sobre el recuerdo de una tragedia por amor.

Microrrelato en que el autor narra los recuerdos de un anciano en forma de una tragedia que truncó su camino por la vida.

Miro a través de la ventana de este pueblo francés remoto en que he fijado mi residencia desde que dejara de dar vueltas sin rumbo por el mundo, huyendo de la tragedia vivida. Una muerte que escoció, la ruptura de mi familia y una huida hacia adelante, para sobrevivir, recuperarme de la continua sensación de asfixia. Mi mente, ahora, hoy mientras mis ojos recorren la callecita frente a casa, tan diferente de aquellas amplias avenidas de la metrópolis alemana que fue el lugar donde nací, el espacio que me vio crecer y madurar, mi mente vuelve a la tragedia del pasado y una sensación de vértigo me invade al ver la distancia que me separa del suelo de la calle. Lo fácil que sería cometer una imprudencia. Sin embargo, me giro y sigo el ritual al que me he ido habituando con mi estancia aquí: preparo algo que entretenga mi estómago a media mañana, bebo un poco del exquisito vino tinto de la zona y me dirijo con paso calmado hacia el salón. Allí, luce el cuadro que me regaló mi hijo: es ella, su prometida, la amante que cambiara mi vida y segara, en un arrebato de locura, o simplemente por no poder más con la tensión de amar al padre y al hijo, de esconderse, de vivir en conflicto, segara su vida y la de mi hijo de un volantazo. Cuatro palabras antes de morir y se llevó su belleza el viento.

Microrrelato: El pisito. Una colaboración.

Breve narración sobre la memoria del amor.

Microrrelato, cortesía de Gara Fariña, quien compartiendo estimulantes momentos de escritura dio a luz una breve narración sobre el amor recordado.

Yo gozaba de visitarle una y otra vez en su piso cerca de Valencia. Me embarcaba en una aventura de ir en tren, cogiendo las prendas de ropa justas y necesarias sabiendo que serían suficientes ya que cuando estás a gusto todo lo que sucede está bien. Él vivía en su pisito de forma austera, sencilla, con buena alimentación, con muchos detalles y recursos para que mi alma de niña se sintiera infinitamente entretenida. Además, el sexo era rico, me curaba de cada miedo a través de su amor y gozaba cada minuto de su entrega, su estar, su creatividad y todo lo que venía de mí… hasta que no lo volví a ver otra vez, pero guardé aún algunas de sus costumbres en mi cotidiano.