Relato: Escritores. Un encuentro dominical.

Relato que trata sobre un domingo plácido en que se produce el encuentro de tres escritores para compartir su vocación.

Desperté aquel domingo tras una noche de sueños agitados, en que las emociones intensas de la velada previa se revolvieron y fueron procesando en mi interior. Ya había amanecido cuando subí la persiana, de modo que espabilé y, tras entrar un poco en la conciencia del nuevo día, me invadió una cierta felicidad al recordar que, por la tarde, tenía previsto un encuentro literario con dos escritoras que deseaban compartir la vocación. No las conocía aún, pero me transmitían muy buenas vibraciones por los mensajes que habíamos intercambiado.

De tal manera, transcurrió la mañana entre lecturas y familiares, paseos y algún momento televisivo, y, llegadas las cinco de la tarde, me dio el pronto y salí, con tiempo, hacia la zona donde habíamos quedado. Se presentaba una tarde estupenda. El sol, que tanto se había resistido a aparecer, hacía acto de presencia en aquella naciente primavera. Como llegué con media hora de antelación, quise distraerme paseando por el parque cercano, que estaba lleno de gente relajada en tumbonas o directamente sobre la hierba. Así, lo que había prometido ser una tarde estupenda, empezaba con un tono inmejorable. Relajado, paseante tranquilo, observador, cuando quedaron ya diez minutos me decidí a acercarme ya al museo en cuya cafetería nos habíamos citado. Crucé la carretera, entré en el edificio y bajé las escaleras mecánicas para ir a dar con la cafetería. El ambiente estaba tranquilo, y no había problema de mesas, con lo que las esperé de pie en la entrada y, tras enviarles un mensaje poniéndoles al corriente de que, tanto mi anorak rojo como mi calva blanca y el resto de mi cuerpo habíamos llegado, estuve unos minutos a la espera hasta que una mujer treintañera delgada, de melena en la que ya despuntaba alguna cana y cuyo aire bohemio le iba al pelo al lugar, se dio a conocer ante mí. Ya éramos dos y faltaba la tercera pieza del triángulo por llegar.

Viendo por sus mensajes que aún nadaba en aventuras del transporte público, decidimos esperar al tercer elemento ya dentro de la cafetería. Tardó, finalmente, lo justo en llegar como para que nos pidiéramos las consumiciones e iniciáramos una pequeña conversación. Era una mujer de pelo más corto, también algo menuda y asentada en los cuarenta. La mejor manera de tener un primer contacto es que fluya la sonrisa, y así sucedió. Pudimos compartir inquietudes, lecturas y escrituras, y aventurarnos a algún proyecto en común. El agua fluía calmada tras las grandes ventanas del espacio, el sol creaba un aura sobre nuestros rostros y, finalmente, llegó el momento de despedirnos. Ellas se dirigieron hacia el metro y, mi anorak rojo, mi calva blanca y el resto de mi cuerpo cogimos el transporte público de superficie. Observando el atardecer de tan grato día caer sobre la ciudad, pensé que, si bien a aquel día primaveral aún le faltaba la noche para sucumbir, a mí me tocaba aprovechar el otoño de mi vida, viajando acelerado hacia los cincuenta años de edad. Con ese pensamiento y las emociones de la tarde frescas, hice el gesto con mis manos de capturar el aire que flotaba en la atmósfera, las cerré en creencia de que llevaba unas esencias prodigiosas y seguí camino hacia casa, así, con las manos inmóviles. Luego, cuando me tocó bajar del tranvía, exhalé un profundo suspiro, vital, abrí la boca y, acercando mis manos a la misma absorbí el aire que había en ellas. Libre, caminé hacia casa con la oscuridad ya cernida sobre el ambiente, llegué al dulce hogar, cené ligero y me metí en la cama para conciliar un profundo sueño.

 

 

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