Pensamientos: Frágil estrella del tiempo. Recuerdos de un afecto.

Recuerdos de un sueño que da sentido a un afecto de antaño recuperado en el presente.

Pensamientos que recogen el sueño que cierra el ciclo de un lejano afecto, entre la juventud de mi persona y un hombre que ya peina cabello blanco, en un presente de reencuentro.

En un ambiente onírico, por cuanto tiene de inesperada mi compañía, grata, cálida, entrañable. Tantos años fueron los que pasamos conversando construyendo un puente sobre la frontera que establecía nuestra edad, él con su cabello blanco y yo con mi juventud herida, mesurada y, a la vez, torrencial.

En tales circunstancias paseo por las proximidades de la que tantos años fuera mi casa, mi hogar, ahora disfrutado por vidas diferentes que quieren cumplir su propio ciclo. Conversamos, el hombre ya anciano y yo, al principio levemente, con mucho tacto: el propio de dos personas que, en su aprecio mutuo, hace tantos años que no se ven, en un encuentro que, ya, ni esperaban, salvo por la perenne intuición de que el destino lo obraría algún día. Encuentro, conocimiento, vínculo perdido en el océano del tiempo y, por fin, tiempo recuperado.

Antaño proyectamos futuros, de los que hablamos ahora, en tono risueño, como un pasado consumado. El afecto, interiorizado, se había perdido en la profundidad de la intimidad inconsciente y ambos, peleados con nosotros mismos y nuestros fantasmas, zarandeábamos sin saberlo la confianza que un día nació, el calor que se nos transmitió, pero siempre conservamos en nuestro interior la sabiduría transmitida por el contacto cercano y continuado. Sin duda, frágil estrella del tiempo, el afecto verdadero superó por fin, mientras nos mirábamos, el viejo y yo, al correr de los vientos de la actualidad, las trabas.

Así que, pasado un tiempo en que el recuerdo de este sueño reposa, me siento, el aliento reposado, y escribo este testimonio tan meditado como sentido.

El resto de mi masculino género

Salí de casa preguntándome qué me pasaba con el resto de mi masculino género: tantos años bebiendo del paraíso femenino y había olvidado la esencia de la amistad cómplice, a ratos gamberra, entre tíos. Pero así era. Al menos, me dije alzando la mirada, había nacido en mí la conciencia de ello.

Pasé junto a la farmacia de la esquina y recordé al farmacéutico, que siempre me dedicaba un cortés saludo. Cortés. Se diría que, a veces, hacía el amago de entrar al trapo y trabar conversación, por aquello de habernos visto tanto las caras por el barrio. Pero mi circunspección le hacía recular. O eso creía yo. Sin embargo, lo cierto era que, desde hacía un tiempo, obsequiaba con un comentario al cajero o al camarero de la cafetería habitual. Aquel día, había salido simplemente porque me faltaban unas gulas para la comida, lo que me llevó al supermercado más cercano. Al volver, me abordó un hombre de voz leve, tímida. Un hombre frágil a quien escuché con la ligera esperanza de ayudarle y el ligero escepticismo de quien cree que le van a pedir una limosna. Descubrí que aquel hombre andaba con una cojera y necesitaba que le ayudaran a llevar la basura al contenedor. Cogí sus bolsas y, haciendo el gesto de dirigirme a tirarlas, le dije que ya se podía ir. Pero, con particular tacto, me dijo que prefería esperarme por su dificultad para caminar. No pregunté más y tampoco me demoré en tirar la basura. Al acercarme a él, se apoyó en mi brazo y, al sobrepasar la farmacia cercana, miró hacia el interior. Pude ver cómo el cortés farmacéutico le guiñaba un ojo de complicidad. Transmitía la confianza de quien sabía lo que estaba pasando, de que la cosa iba bien. Me alegré de cambiar de capítulo respecto a él, pensando que antaño quizá no fui tan receptivo hacia el prójimo como en la situación que me ocupaba. Unos metros más allá y el renqueante hombre me dijo que vivía en aquel portal y se quedaba en el bar. Sabía yo que era un bar de mala fama donde la gente iba a perder la lucidez en el alcohol, pero también empezaba a darme cuenta de que cada cual es dueño de su propia vida y la personalidad es compleja. De modo que me despedí amable y él me agradeció la ayuda.

Al cabo de unos días de aquel cotidiano suceso, fui a comprar unos medicamentos. El farmacéutico sobrepasó la cortesía de siempre y pasó a una cierta calidez de quien ya empezaba a hacerse una composición de lugar del enigmático huraño. Acabamos por entablar una conversación sobre el cojo de días atrás, y yo pude empezar a entrar en anécdotas sobre el barrio mientras él las descubría sobre mí. Y es que, cuando se persevera, me decía la falta de verbo de sus ojos iluminados, se logran los frutos. Era la personificada sabiduría de la calle, donde empezaron mis respuestas sobre el resto de mi masculino género.

Regreso a la juventud

Variar, a veces, supone un regreso a la juventud. A los recuerdos gratos, a la era dorada del romanticismo juvenil: cuando el referente era la edad madura, rodada, que lanzaba el ejemplo a la desorientada juventud, huracanada, llena de energía y asomando a las primeras certezas. Como aquella de que la belleza, en el arte, también se encontraba en las películas antiguas.

Ese regreso a la juventud me lo ha proporcionado, estos días veraniegos, un nuevo visionado de la película El tercer hombre. Hacía tiempo que no veía en la pantalla el rostro lleno de presencia de mi adorado Orson Welles. Porque, una vez, uno quiso ser director de cine. La he visto a trozos, no como antaño. Pero ha acabado cayendo entera, deleitándome hasta el punto de reafirmarme en que la pátina de antigüedad, si la obra está bien hecha, no hace que pierda un ápice de modernidad. Una película sobre la amistad y el amor. En ella, toman protagonismo los negocios turbios, personajes enigmáticos y policías tenaces. Son memorables las escenas, en esa Viena inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, de la primera aparición del turbio personaje de Welles, de los dos amigos reunidos en la noria o la persecución por las cloacas de la ciudad. Sin embargo, lo que en mi subjetivo visionado la vuelve a convertir en una obra maestra de primer orden, es ese final en que el enamorado escritor recibe el lento desaire amoroso de la Anna encarnada por Alida Valli y luego se enciende un cigarrillo. Sin duda, removió mis recuerdos hasta convencerme de que, en ese regreso a la juventud que me llegó con su visionado, había algo de fe perenne en el arte que dura, ya, desde que a tan tierna edad relativizara el oficio de escribir adorando al mediocre literato que protagoniza la película en la piel de Joseph Cotten, hasta la asentada madurez que vivo hoy.