Microrrelato: Ciudades. Un viaje de ida y vuelta.

Una historia sobre dos ciudades.

Microrrelato que declara una voluntad de cambiar de ciudad de residencia, en busca de Florencia, con su arte y el amor de juventud que allí reside.

El tiempo refresca en la ciudad, engañando al verano con una sensación aparentemente otoñal. Y no han sido más que las primeras lluvias de agosto. En este mes recién estrenado, cuando uno ha salido, temprano por la mañana, en busca del encuentro con la calle, ha encontrado repentinamente la clarividencia. Dejará esta ciudad, antaño envolvente y mágica, luego turística hasta el exceso y, ahora, lugar decaído que, sin embargo, ha logrado transmitirle a uno, con el paso de los años y con un poso que se nota a día de hoy, su cercanía sentimental.

Dejará uno a los amigos próximos cuyo afecto ha ido enhebrando por el camino, dejará el empleo que tanto le costó encontrar y volará a Florencia, detrás del amor de juventud que vive allí, quién sabe si casada y arraigada en afectos nuevos difíciles de reemplazar; irá en busca de la ciudad que le encandiló en aquellos años pretéritos, dejándole la huella de su luz al atardecer y de su arte. Irá por puro romanticismo y por pasión artística.

Y dejará un mundo atrás. El mundo de esta ciudad que habita hoy aún y en la que siempre creyó que echaría unas raíces relativas. Se irá sin certezas ni tristezas. Abrirá un tiempo nuevo en su vida. Quizá, esta vez, eche por fin raíces en un lugar para siempre. Quizá reencuentre su amor de antaño. Igual encuentre de nuevo aquella luz que le impresionó tiempo atrás, ame de nuevo a quien ya fue amada por él. Y quizá tan sólo suceda que, en su viaje de escape, halle una temporada de desesperación tras el desencanto provocado por ilusiones rotas, regresando a esta ciudad que sí había surcado ya sus emociones y le había entregado espacios vitales. Quizá, sí, vuelva a morir donde creció su padre.

Microrrelato: Un huerto vertical. Sobre un alegre vecindario.

Historia sobre un barrio y su huerto.

Microrrelato sobre un deprimido barrio cuyo vecindario se las ingenia para sacarle una sonrisa a la vida con iniciativas tan singulares como crear un huerto vertical.

Los alegres vecinos del deprimido barrio tenían como secreto de su buen ánimo el ingenio y no amilanarse ante las adversidades, amén de una estupenda filosofía de la vida conforme a la cual, si nunca habían tenido nada, tampoco lo iban a echar en falta. Ello no obstaba a una pequeña tendencia sibarita cuando fuera necesario, o la licencia del sueño satisfecho cuando a otros les hubiera parecido inalcanzable.

Fue tal la situación, que a algunos vecinos se les antojó tener un huerto urbano. Pero, ¿cómo? En la zona no había el menor espacio para el cultivo, todo obras que les lanzaban la amenaza del desahucio, de la pérdida de sus raíces en favor de los intereses financieros. Sin embargo, quizá un poco alterado su ánimo por la  mezcla de cervezas locales y bocanadas de humos prohibidos, paseaba el vecino, alto, joven, maceta en mano de camino a casa de su pareja, y tuvo la gracia de pararse ante la verja. Le daría una sorpresa: lo cierto era que, a él, aquello de los huertos ni le iba ni le venía, pero su Begoña estaba que trinaba porque no podía tener uno. Una más. Así, en lugar de llevar la florida maceta a casa de su novia, la colgó de la verja con tino, y, para que la sorpresa fuera completa, se tomó el tiempo de colgar unas letras en las que, claramente, se podía leer que era un huerto, eso sí, vertical.

Fue a recoger a su novia Begoña a su casa, la de los padres de ella, donde vivía a la sazón, y la llevó de vuelta, a paso lento y con conversación feliz, hacia el huerto para mostrarle la maceta florida con que deseaba homenajear su amor. A su llegada, vieron ambos sorprendidos cómo había afluido el alegre vecindario y, siguiendo la afortunada iniciativa del novio, habían dado forma, entre todos como en los buenos momentos, a un completo huerto en que colgaban las más diversas y bellas macetas, de entre las que, aquel día, destacó la ofrecida por el feliz novio a su sorprendida Begoña.

Regreso a la juventud

Variar, a veces, supone un regreso a la juventud. A los recuerdos gratos, a la era dorada del romanticismo juvenil: cuando el referente era la edad madura, rodada, que lanzaba el ejemplo a la desorientada juventud, huracanada, llena de energía y asomando a las primeras certezas. Como aquella de que la belleza, en el arte, también se encontraba en las películas antiguas.

Ese regreso a la juventud me lo ha proporcionado, estos días veraniegos, un nuevo visionado de la película El tercer hombre. Hacía tiempo que no veía en la pantalla el rostro lleno de presencia de mi adorado Orson Welles. Porque, una vez, uno quiso ser director de cine. La he visto a trozos, no como antaño. Pero ha acabado cayendo entera, deleitándome hasta el punto de reafirmarme en que la pátina de antigüedad, si la obra está bien hecha, no hace que pierda un ápice de modernidad. Una película sobre la amistad y el amor. En ella, toman protagonismo los negocios turbios, personajes enigmáticos y policías tenaces. Son memorables las escenas, en esa Viena inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, de la primera aparición del turbio personaje de Welles, de los dos amigos reunidos en la noria o la persecución por las cloacas de la ciudad. Sin embargo, lo que en mi subjetivo visionado la vuelve a convertir en una obra maestra de primer orden, es ese final en que el enamorado escritor recibe el lento desaire amoroso de la Anna encarnada por Alida Valli y luego se enciende un cigarrillo. Sin duda, removió mis recuerdos hasta convencerme de que, en ese regreso a la juventud que me llegó con su visionado, había algo de fe perenne en el arte que dura, ya, desde que a tan tierna edad relativizara el oficio de escribir adorando al mediocre literato que protagoniza la película en la piel de Joseph Cotten, hasta la asentada madurez que vivo hoy.

Pensamiento en suspenso

Silencio interior. El pensamiento en suspenso, saliendo del profundo descanso que supone una siesta en pleno mes de agosto. Relajación y vacaciones pandémicas. Sentarse al teclado, ver la pantalla en blanco y dejar que fluya de nuevo el pensamiento, la dialéctica interna y el ciclo de las palabras. De fondo, música ochentera. Deleitarse en la visión del día a través de la ventana: hoy el sol nos ha dado un descanso y dan ganas de salir a la calle, activar el cuerpo, mover las piernas, encontrar al prójimo. Más allá de todo silencio, plena actividad. Pero reconoces una melena y el pensamiento vuelve a quedar en suspenso. Es ella, la belleza que pone música a tu silencio interior. Tu pareja, tu compañera, tu amor. La fuente de la que manan las energías de tu día a día.

Frágil disyuntiva entre el amor y el sueño

Frágil disyuntiva entre el amor y el sueño

Frágil disyuntiva entre el amor y el sueño. Cálida, cercana, ella acaricia mi piel cansada en su voluntad de transmitir luz y encender una pequeña llama en mi fuego interno. La noche cerrada, el alba, aún lejana, intimida como si estuviera presente mi necesidad de reposo. Mi vello se eriza, mi cuerpo se agita, me giro hacia el amor duradero, cultivándolo, fundiéndome en un fuego vivo. Y llegará el alba.