Microrrelato: Cayendo. El sentido de un final.

Narración breve sobre la agonía vital.

Microrrelato que narra la deriva de un hombre en la soledad de su piso en un fin de semana de declive.

El fin de semana se presentaba plano: sin propuestas definidas de vida social y anímicamente falto de estímulo, como para emprender cualquier juego de distracción por cuenta propia. El sábado amaneció con lluvias intensas, pero remitieron a media mañana, momento que él aprovechó para salir a hacer sus compras pendientes. Cocinar y ver alguna peli tras enfrascarse una enrevesada búsqueda en su plataforma preferida era el destino que veía ante sí.

El lavaplatos acaba de pitar, avisando de que había terminado. Televisión de última generación y se aburría soberanamente: pausó su película y se levantó a apagarlo. Le dio pereza ver el delantal, relegado al rincón de la ropa sucia. Tras una semana intensa de trabajo, hubiera deseado desestresar de otra manera más agradable.

Volvió a la película cargante: una tontería surrealista de ciencia ficción con un presupuesto colosal en la que la novia del protagonista se acababa tirando de un tercer piso. Fin, pensó creyéndose aliviado. Tras levantarse, se acercó a la ventana del salón, junto a la inmensa televisión de última generación, y vio a su ex paseando de la mano del peluquero, quien había escuchado sus confidencias apenas un par de días antes mientras le cortaba el pelo con flequillo. Se sintió triste: era reciente. Dos meses. Tiempo para probar con salidas en busca de retomar amistades y planes a la aventura tras caras nuevas. Pero le costaba participar en las conversaciones y volvía a casa cabizbajo, sin frutos que le levantaran la moral.

Su ex se había esfumado de su vista y la imaginó feliz. El desencuentro final que provocó su ruptura no fue casual: la gota había colmado el vaso. Aburrimiento, sentenció ella. Ahora sabía que, además, había tenido con quién comparar. Silencio y rapidez hacia la ausencia: soledad, vacío interior y el peso del piso sobre sí. Se acarició el flequillo viéndose ante el final y se acercó al balcón, cayendo en la cuenta de que, como en la película que había visto, vivía en un tercer piso. Cayendo.

La luz al final del túnel

La luz al final del túnel… Sol, eso es lo que asociaba a este verano, como tantos otros veranos meridionales que he vivido. Y está luciendo con intensidad. Salgo a la calle, camino un trecho y ya estoy sudando la gota gorda. Pero es verano, me digo. Sigo caminando, procurando encontrar el resguardo de la sombra. Al cabo de un rato, me pregunto si habré hecho bien en alejarme tanto de casa, del metro y, en definitiva, de cualquier posibilidad de regresar que no sea caminando. Llego a un túnel y me interno en él con la intención de llegar al otro lado de la calle. Una vez dentro, descubro a una mujer tendida sobre un colchón desvencijado, sobre una sábana roñosa, que parece despertar de un sueño profundo. La miro con atención, convergen nuestras miradas. Ella permanece quieta, tan sólo el parpadeo de sus ojos que descubro a medida que me acerco.

Mi intención es atravesar el túnel lo antes posible. Cuando ya estoy muy cerca de ella, se lleva las manos a cabeza, como si no quisiera saber lo que sucede, y se tumba sobre el colchón. Mi atención, pese a que sigo caminando, no se aparta de ella. Hasta que entiendo qué pensamientos la torturaban hasta el punto de cegarse la mirada con las manos y esconderse del mundo: un hombre elegante, imponentemente fuerte y de trato agradable me pide con suma cortesía que le diga qué hora es. Ha perdido su móvil, está buscando la casa de una amiga y, ahora, se ve perdido en este túnel. Se siente desubicado. Empieza a sudar, se disculpa. Saco el móvil y miro la hora. Se la digo. Me acompaña un poco hacia la salida del túnel y yo me siento más seguro acompañado. En determinado momento, poco antes de que la luz del exterior invada la boca del túnel, queda un paso por detrás de mí. Me extraño. Lo miro de manera instintiva. Veo su gesto agresivo y me pongo en guardia, momento en que descubro una navaja en su mano derecha. Me debato entre plantarle cara, salir corriendo o colaborar. Le pregunto qué quiere y me dice que el móvil y la cartera. Se los doy. Vacía la cartera, quedándose con el dinero en efectivo. Coge el móvil y acerca la navaja a mi cuello, advirtiéndome de que no haga tonterías. Sudo y él empieza a sentirse relajado y animado: parece ver la luz al final del túnel cerca. Sin comerlo ni beberlo, me llevo un golpe en la cabeza que me deja inconsciente.

Luego, mientras me hacen las curas en el centro de salud, sabré que una persona inerme, vagabunda y torturada tuvo suficientes energías como para recogerme, tumbarme en su colchón desvencijado y salir del túnel, ese túnel que parecía su vida, para buscar ayuda. Sí, la vagabunda, la mujer que estaba tendida sobre su sábana roñosa, finalmente plantó cara al episodio vicioso que se repetía día tras día como una trampa para animales en el bosque que era ese lugar. Delató al ladrón, se le detuvo, recuperé mi estima y mi identidad fracturada por el impacto del susto y, ahora, la saludo cada vez que voy a comprar el cupón de lotería en el puesto donde la han ubicado, después de un proceso de reinserción, los de servicios sociales. Los dos hemos visto la luz al final del túnel.