De cine: El amigo de juventud y el séptimo arte. Asuntos de celuloide.

Recuerdos en torno al cine y la amistad de juventud.

Aquí trato de mis recuerdos sobre el cine, y del vínculo que ha tenido para mí el gusto con la amistad.

A vueltas con los recuerdos, la viva memoria de la experiencia valiosa, me fueron viniendo las ganas de volver a los gustos de juventud. Aquellas películas que una vez vi y me marcaron vienen a colación en el día de hoy. La belleza de los gustos conquistados en el terreno artístico, como en tantos otros, viene asociada a la gratitud hacia amistades que un día se crearon y, quizá, en un punto del camino inesperado se truncaron. Fue el caso mi deleite en el aprendizaje, a través del amigo de juventud, de privilegiados recovecos del cine a una edad temprana.

Gocé de Coppola o de Howard Hawks, dos grandes directores de épocas muy diferentes, y, sobre todo, fui creándome un sentido del gusto que, más adelante en mi vida, me ha servido como guía para encontrar nuevas identidades en el arte. Vi, por aquellos años de juventud, la película de Robert Altman Vidas Cruzadas, que me ha vuelto a deleitar cuando la he visto de nuevo últimamente. Es también el caso, esta vez en un descubrimiento de la edad adulta que no hubiera sido tal sin aquella guía de juventud, la película Two lovers, de James Gray, que en su momento me encandiló y he revisitado. Agradecido, pues, en primer lugar a la vida que nos da momentos de contacto humano perdurables en la consolidación de la personalidad, y, en segundo lugar, al séptimo arte.

Regreso a la juventud

Variar, a veces, supone un regreso a la juventud. A los recuerdos gratos, a la era dorada del romanticismo juvenil: cuando el referente era la edad madura, rodada, que lanzaba el ejemplo a la desorientada juventud, huracanada, llena de energía y asomando a las primeras certezas. Como aquella de que la belleza, en el arte, también se encontraba en las películas antiguas.

Ese regreso a la juventud me lo ha proporcionado, estos días veraniegos, un nuevo visionado de la película El tercer hombre. Hacía tiempo que no veía en la pantalla el rostro lleno de presencia de mi adorado Orson Welles. Porque, una vez, uno quiso ser director de cine. La he visto a trozos, no como antaño. Pero ha acabado cayendo entera, deleitándome hasta el punto de reafirmarme en que la pátina de antigüedad, si la obra está bien hecha, no hace que pierda un ápice de modernidad. Una película sobre la amistad y el amor. En ella, toman protagonismo los negocios turbios, personajes enigmáticos y policías tenaces. Son memorables las escenas, en esa Viena inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, de la primera aparición del turbio personaje de Welles, de los dos amigos reunidos en la noria o la persecución por las cloacas de la ciudad. Sin embargo, lo que en mi subjetivo visionado la vuelve a convertir en una obra maestra de primer orden, es ese final en que el enamorado escritor recibe el lento desaire amoroso de la Anna encarnada por Alida Valli y luego se enciende un cigarrillo. Sin duda, removió mis recuerdos hasta convencerme de que, en ese regreso a la juventud que me llegó con su visionado, había algo de fe perenne en el arte que dura, ya, desde que a tan tierna edad relativizara el oficio de escribir adorando al mediocre literato que protagoniza la película en la piel de Joseph Cotten, hasta la asentada madurez que vivo hoy.