En este relato, el autor la narra la vida de Juan Ortiz, un hombre de letras con profunda vocación.
Una fría mañana barcelonesa del invierno de 1931, en un hogar que apenas lograba calentar la estancia, venía al mundo el bebé menudo al que sus padres llamarían Juan, como el apóstol. Ocupaba un discreto tercer lugar en la línea de descendencia de aquel matrimonio bien avenido.
La temprana edad a la que empezó a inclinarse por una reservada vida de lectura, llevó a sus padres a otorgarle el privilegio que tan sólo había conocido el mayor de los hermanos: lo inscribieron en el colegio de los jesuitas de Sarrià, creyendo ya, por aquel entonces, que escucharía la llamada de la vida monástica.
En interna contradicción con la mística y confuso sobre su futuro, se matriculó en una carrera salvavidas: Derecho. Fue allí, entre libros de leyes y tenaces profesores que apostolaban sobre las virtudes del régimen, donde recibió la llamada de una vocación: mientras, por los vericuetos de la ley, tantos seguían el camino más recto hacia la vida acomodada y, algunos, hacían esfuerzos por encontrar las luces que dieran una salida al túnel de la dictadura, él se rebelaba en lo más profundo de su interior contra sus propios fantasmas: se refugiaba en la biblioteca y leía absorto literatura contemporánea, impregnándose de mundos nuevos que nunca hubiera imaginado y despertaban su conciencia hacia la creación de un mundo propio. Juan se aficionó a frecuentar tertulias literarias, hizo amistades que le dieron el aire vivo del ambiente bohemio y dieron un último empujón a su determinación: empezó a escribir. Una fresca tarde de otoño, tras hacer una pausa de sus lecturas y salir, en soledad, a estirar las piernas fuera de la facultad, descubrió su ateísmo mientras fumaba un cigarrillo y observaba embebido el crepúsculo.
Juan dejó la universidad tras publicar su primera novela, viajó a la ciudad de la luz y se enamoró de una melena morena, rizada, que ondeaba sobre una mente que fluía con la intensidad de unos tiempos convulsos. Desde entonces, la relación de Juan con su país fue de lejanía física y una intensa proximidad intelectual, desarrollando en su imaginario un mundo que fundía su presente parisino y su pasado español.
Cuando, todavía rizada pero ya canosa, falleció aquella melena que un día lo enamorara a la entrada del teatro, él decidió abandonar la narrativa. Poco después, se mudaría a Granada y dejaría que pasaran sus últimos días entre paseos por el barrio del Albaicín y la Alhambra, en una rutina que se asomaba al recuerdo con brillo en sus ojos acuosos. En su lápida se lee: “Juan Ortiz. Escritor. Barcelona 1931-Granada 2017”.