Un microrrelato sobre el inmigrante que se enfrenta al cotidiano subsistir para, finalmente, hallar la paz en un mundo paralelo.
Despertarse un día gris y salir, por necesidad, a la intemperie. Recorrer a pie zonas despobladas con el ánimo cada vez más decaído, a juego con ese día nublado tan poco digno de gracia.
Con las piernas algo cansadas ya de un deambular constante, entre contenedores de basura y papeleras de donde sacar algo de ropa o, con un poco de suerte, metal que malvender, saca fuerzas de flaqueza en su cotidiano enfrentarse a las desventuras con que le ha obsequiado el destino. Cuando proyecta la mirada hacia un bonito parque que atisba a través del hueco de una puerta metálica, por donde se anima a adentrarse.
Allí descubre un mundo paralelo, donde la gente sonríe al prójimo sin necesidad de que haya confluencia de intereses, le dirige la palabra sin atender a clases sociales, sin distinguir entre ropas harapientas y tipos señoriales. Un parque en el que va saliendo el sol y los ánimos se alegran. Es el paraíso que soñó en su deambular cotidiano este inmigrante que, perdida la conciencia de la vida mundana cuando su cuerpo yace exánime sobre el asfalto de una calle cualquiera, vive ya en un más allá.