Pensamientos: De los cuidados. Las vacaciones y el familiar.

Pensamientos sobre el verano y el compromiso en la enfermedad.

Reflexión en torno al verano, sus expectativas y el lazo estrecho que une a los familiares en la enfermedad.

Cuando el verano se presentaba en forma de viaje y desconexión, en tierras más frescas y montañesas, allí donde naciera el padre de uno, el veraneante se encuentra con que no habrá tal viaje, sorprendido por la fragilidad de los achaques de la edad convertidos en un susto en la salud del ser cercano, del familiar: la sombra, la senda en el camino. Ese familiar que es una fuerza inspiradora y, ahora, necesita un brazo en el que apoyarse.

Con él, con ese familiar que es raíz y es origen de uno mismo, quien se imaginaba veraneando en otras tierras y con otros ambientes, se desplaza tempranito, mañana sí, mañana también, a la playa, antes de que el privilegio del mar se convierta e multitud y agobio. Recuperan energías bajo la luz del sol e hilan conversaciones, a veces ligeras, a veces sinceras, algunas veces también la humanidad se hace inevitablemente plomiza.

Mientras ven sucederse los días con ese ritual matutino, se descubren ya a las alturas del mes de agosto en que se celebran las fiestas del barrio de Gràcia en la ciudad de Barcelona: ese momento en que el verano empieza a ceder hacia temperaturas más plácidas que un tortuoso calor diurno. Hacen balance, mientras observan el mar ante sí, del susto de la enfermedad, de su detección rápida y de la recuperación que, ya, va notándose. Se recogen y, de vuelta  a casa, se alegran de que aún quede el hálito más tranquilo del verano.

La luz al final del túnel

La luz al final del túnel… Sol, eso es lo que asociaba a este verano, como tantos otros veranos meridionales que he vivido. Y está luciendo con intensidad. Salgo a la calle, camino un trecho y ya estoy sudando la gota gorda. Pero es verano, me digo. Sigo caminando, procurando encontrar el resguardo de la sombra. Al cabo de un rato, me pregunto si habré hecho bien en alejarme tanto de casa, del metro y, en definitiva, de cualquier posibilidad de regresar que no sea caminando. Llego a un túnel y me interno en él con la intención de llegar al otro lado de la calle. Una vez dentro, descubro a una mujer tendida sobre un colchón desvencijado, sobre una sábana roñosa, que parece despertar de un sueño profundo. La miro con atención, convergen nuestras miradas. Ella permanece quieta, tan sólo el parpadeo de sus ojos que descubro a medida que me acerco.

Mi intención es atravesar el túnel lo antes posible. Cuando ya estoy muy cerca de ella, se lleva las manos a cabeza, como si no quisiera saber lo que sucede, y se tumba sobre el colchón. Mi atención, pese a que sigo caminando, no se aparta de ella. Hasta que entiendo qué pensamientos la torturaban hasta el punto de cegarse la mirada con las manos y esconderse del mundo: un hombre elegante, imponentemente fuerte y de trato agradable me pide con suma cortesía que le diga qué hora es. Ha perdido su móvil, está buscando la casa de una amiga y, ahora, se ve perdido en este túnel. Se siente desubicado. Empieza a sudar, se disculpa. Saco el móvil y miro la hora. Se la digo. Me acompaña un poco hacia la salida del túnel y yo me siento más seguro acompañado. En determinado momento, poco antes de que la luz del exterior invada la boca del túnel, queda un paso por detrás de mí. Me extraño. Lo miro de manera instintiva. Veo su gesto agresivo y me pongo en guardia, momento en que descubro una navaja en su mano derecha. Me debato entre plantarle cara, salir corriendo o colaborar. Le pregunto qué quiere y me dice que el móvil y la cartera. Se los doy. Vacía la cartera, quedándose con el dinero en efectivo. Coge el móvil y acerca la navaja a mi cuello, advirtiéndome de que no haga tonterías. Sudo y él empieza a sentirse relajado y animado: parece ver la luz al final del túnel cerca. Sin comerlo ni beberlo, me llevo un golpe en la cabeza que me deja inconsciente.

Luego, mientras me hacen las curas en el centro de salud, sabré que una persona inerme, vagabunda y torturada tuvo suficientes energías como para recogerme, tumbarme en su colchón desvencijado y salir del túnel, ese túnel que parecía su vida, para buscar ayuda. Sí, la vagabunda, la mujer que estaba tendida sobre su sábana roñosa, finalmente plantó cara al episodio vicioso que se repetía día tras día como una trampa para animales en el bosque que era ese lugar. Delató al ladrón, se le detuvo, recuperé mi estima y mi identidad fracturada por el impacto del susto y, ahora, la saludo cada vez que voy a comprar el cupón de lotería en el puesto donde la han ubicado, después de un proceso de reinserción, los de servicios sociales. Los dos hemos visto la luz al final del túnel.